El artículo está fechado hace más de un año, mas no importa en absoluto. Su vigencia, en mi opinión, es mayor cuanto más tiempo pasa, pues es el tiempo el que, paradójicamente en este caso, se encarga de mantener frescas las heridas que se abrieron por obra y gracia del arte de un torero irrepetible.
Hace unas semanas leía en un periódico una jugosísima charla entre el gran Curro Romero y José Mercé en la que ambos opinaban acerca del cante y del toreo. El cantaor se descolgó con lo que para mí fue una frase lapidaria, vino a decir algo así como que no le gustaban los toreros de treinta muletazos, si no aquellos que pegan dos, pero que hieren.
A veces, uno que convive con las palabras se esfuerza por jugar con ellas, y engarzarlas para así componer sus ideas y plasmarlas en un papel. Pero no lo consigue, porque hay veces que los sentimientos las traspasan. Algo así me había pasado siempre con la tauromaquia de Finito, se me antojaba difícil acotarla entre palabras. Algo contradictorio, paradójico si cabe, porque he visto tantas cosas que debería ser más simple expresarlo.
Yo lo he visto dibujar naturales tan largos que la vista no alcanza, tan puros que cualquier palabra, lejos de explicarlos, los mancharía. Yo he percibido en los tendidos la expresión más real de la locura, desatada y redimida tras cada pase de pecho. He visto ojos jóvenes insuflados de esperanza y ojos viejos cargados de nostalgia, tal vez porque no recordaban derechazos tan perfectos, ni naturales tan de verdad, tal vez porque no recordaban cómo era el toreo de capote, los andares de un Califa, o tal vez no era nostalgia sino asombro porque quizás no los hubiesen visto nunca. Yo he andado por las calles de Córdoba en procesión y no era abril, era mayo. Una procesión improvisada que prolongaba el éxtasis de aquella locura colectiva que se derramaba en el ruedo con su toreo. Yo he visto a los habitantes de Málaga, de Sevilla, de Valencia, de Madrid, de Barcelona, Bilbao, México, Bogotá, y de tantos sitios que tardaría siglos en nombrar, salir de las plazas con las camisas por fuera y pegando muletazos, siempre con el nombre de Córdoba en la boca porque no hay chovinismo en el arte, no en el arte supremo. En la expresión de su toreo hay universalidad, intemporalidad, aroma califal. Yo he visto tocar la música al maestro Tejera en Sevilla, tocar Manolete, cuando todavía no habían salido los caballos a picar, ¿cómo puede explicarse eso con palabras?
Así me he debatido durante años cada tarde, en el camino ínfimo pero infinito que te devuelve a la vida real tras una tarde en la que ha toreado Finito, con el toreo más de verdad que siempre he soñado, con esa expresión unívoca del arte impregnada en la piel. Intentando, yo, ser racional, acotar con palabras ese sentimiento, dibujar con frases el recuerdo. Y siempre, siempre, quedando confundido, sin lograrlo. Ayer Mercé me lo puso en bandeja, de un plumazo y en una frase. Con la contundencia que merece el arte que traspasa los sentidos, que desgarra el alma. Eso es Finito y su toreo. Un torero que hiere.