lunes, 13 de diciembre de 2010

VESTIDO DE DOMINGO...

Finito llegó a Los Palacios presto a esperar, como siempre, lo que el destino y la suerte le tenían reservado tras la puerta de toriles. Aquello a lo que su concepto, inquebrantable y persistente, habría de medirse para una vez más constatar esa fidelidad suya a una filosofía torera y artística más allá de las formas, de lo meramente palpable, de lo comúnmente explicable.

Era un festival, una jornada amable, benéfica, marcada por una tragedia que tiene en vilo desde hace meses a una familia entera, y por un esperanza que se afana en brillar al final del túnel.

Salió el toro, el novillo en este caso, que no entiende de días ni de momentos, y que termina siempre por poner a cada cual en su lugar. Con él se vino, como siempre, lo que la providencia había previsto para quien lo esperaba. Y El Fino, cuyo toreo tampoco se sostiene en tiempo ni espacio, se agarró al buen bajío para empezar a esculpir su obra maestra antes miles de ojos voraces, traspasando instantes después los sentidos para llegar al corazón y alojarse en el alma, allí donde tampoco se sabe de horas y lugares, sólo de latidos, de emoción y sentimiento, de pureza y verdad.

Y los latidos rugieron, y la emoción llenó, y el sentimiento golpeó hasta romperse, como se rompía el torero llevando al de Fuente Ymbro por la gloria colosal de un muletazo hondo, inmenso. Por un puñado de redondos y naturales que parían unas muñecas de arrope, saliendo de ellas como sangre, bombeados e intensamente derramados sobre un albero sediento de arte, sobre el que se vaciaban como se vaciaba la esencia más pura y más eterna de un torero grandioso que escribía el toreo de siempre, trayendo el aroma de siempre, la elegancia de siempre, desatando la pasión, haciendo sentir dichosos a los presentes, sustentando esa dicha en la arrolladora inmersión de su obra en el sentir más profundo de quienes, ávidos de ella, la contemplaban.

Finito soñó e hizo soñar. Latió e hizo latir. Rompió el tiempo y el espacio con un toreo embriagador, hechicero… mágico. Porque llegó a Los Palacios, como siempre, como lo hace su gente. Dispuesto a esperar, fiel a una forma de ser y de sentir, para encontrar, una vez más, el bendito eslabón del encanto, de la sublime perfección.

Lo hizo vestido de domingo, rebosante de inspiración, y se fue cubierto de la gloria eterna de seguir siendo diferente, único, genial. De seguir llenando el alma del que lo sigue y lo persigue, del que lo siente. De aquel que mirándolo a él sabe que mira al arte de frente.

Fotos: Arjona.